domingo, 17 de julio de 2011

Érase una vez


Érase una vez – espera un segundo - ¿qué ocurre? Era así como empezaban los cuentos, ¿no? Y aunque este sea un cuento algo especial, sigue siendo uno de ellos, se merece un principio digno. – Está bien, sigamos.

Érase una vez una princesa – espera - ¿Otra vez? ¿Qué pasa ahora? - ¿Una princesa? ¿Estás segura de que quieres seguir por ese camino? Son todas tan estiradas, tan perfectas, con todas sus doncellas, siempre preparándoles los vestidos y haciéndoles peinados cada vez más extravagantes… - Bueno, pero si me dejaras continuar verías que esta no es una de esas princesas que tan poco parecen gustarte, ¿puedo? – Sí, claro, adelante.

Érase una vez una princesa, no una de esas princesas que siempre vestían de rosa y se pasaban la vida suspirando en su castillo, esperando a que su príncipe azul llegara. No, nuestra princesa era especial, nunca le había gustado vestir de rosa, de hecho, nunca había llevado vestidos – Espera, espera – Ya tardabas, ¿qué ocurre? - ¿No llevaba vestidos? Entonces, ¿se paseaba desnuda por el castillo? – Pero mira que puedes llegar a ser simple. No, claro que no, vestía como un caballero, ni siquiera como un príncipe, pues no llevaba tantos adornos como ellos. – Entonces sí era una princesa especial, está bien, continúa.

Érase una vez una princesa, no una de esas princesas que siempre vestían de rosa y se pasaban la vida suspirando en su castillo, esperando a que su príncipe azul llegara. No, nuestra princesa era especial, nunca le había gustado vestir de rosa, de hecho, nunca había llevado vestidos, le gustaba vestir pantalones, que además eran la ropa más adecuada para los largos paseos que daba por el bosque. Le encantaba cabalgar, y en cuanto tenía un rato libre salía al campo a disfrutar del aire libre con su caballo, un precioso alazán, bastante altivo y cabezota, pero al que ella sabía manejar a la perfección. Mientras cabalgaba dejaba que su mente vagara por los más remotos parajes, y soñaba - ¡Ajá! – Por dios, ¿qué te pasa ahora? – Ya está, es como las demás princesas por mucho que la disfraces, seguro que soñaba con un príncipe azul que le llevara una rosa y esperara bajo su ventana para verla. – Si me dejaras continuar, sabrías cómo sigue la historia, y verías que esta no es para nada una princesa normal, así que, ¿puedo? – Sí, claro, por favor.

Érase una vez una princesa, no una de esas princesas que siempre vestían de rosa y se pasaban la vida suspirando en su castillo, esperando a que su príncipe azul llegara. No, nuestra princesa era especial, nunca le había gustado vestir de rosa, de hecho, nunca había llevado vestidos, le gustaba vestir pantalones, que además eran la ropa más adecuada para los largos paseos que daba por el bosque. Le encantaba cabalgar, y en cuanto tenía un rato libre salía al campo a disfrutar del aire libre con su caballo, un precioso alazán, bastante altivo y cabezota, pero al que ella sabía manejar a la perfección. Mientras cabalgaba dejaba que su mente vagara por los más remotos parajes, y soñaba con dragones. Desde pequeña sabía que las historias con zapatitos de cristal no eran las apropiadas para ella (de todas formas, si los fabricasen, no los harían de su talla), y desde entonces había soñado con ser secuestrada por un dragón - ¡¿Qué?! ¿Una princesa que sueña con ser secuestrada? ¿De verdad crees que voy a creerme eso? – Es un cuento, no necesito que te lo creas, sólo que lo escuches, así que, si no te importa…

Érase una vez una princesa, no una de esas princesas que siempre vestían de rosa y se pasaban la vida suspirando en su castillo, esperando a que su príncipe azul llegara. No, nuestra princesa era especial, nunca le había gustado vestir de rosa, de hecho, nunca había llevado vestidos, le gustaba vestir pantalones, que además eran la ropa más adecuada para los largos paseos que daba por el bosque. Le encantaba cabalgar, y en cuanto tenía un rato libre salía al campo a disfrutar del aire libre con su caballo, un precioso alazán, bastante altivo y cabezota, pero al que ella sabía manejar a la perfección. Mientras cabalgaba dejaba que su mente vagara por los más remotos parajes, y soñaba con dragones. Desde pequeña sabía que las historias con zapatitos de cristal no eran las apropiadas para ella (de todas formas, si los fabricasen, no los harían de su talla), y desde entonces había soñado con ser secuestrada por un dragón, había imaginado la escena tantas veces que casi le parecía haberla vivido. El dragón se la llevaría a un antiguo castillo, y allí ella, utilizando un inteligencia y todo lo que sabía de dragones (por algo llevaba años estudiando su comportamiento) conseguiría hablar con él, y hacerse su amiga. Conseguiría que la liberase, sin ayuda de nadie, y se convertiría así en la primera princesa que reinaría en su país por derecho propio; la verdad es que le horrorizaba la idea de casarse con uno de esos príncipes melosos que vagaban por los reinos vecinos buscando una princesa para ampliar su reino.

Sin embargo, un día le sucedió algo que nunca hubiera podido imaginar. Fue secuestrada, pero no por un dragón, si no por un príncipe. Un príncipe bruto, torpe y cabezota contra el que su inteligencia no pudo hacer nada. Él la llevó a un castillo abandonado, y allí la encadenó, esperando que con el tiempo entrara en razón y consintiera en casarse con él. – Vamos, lo que me faltaba, un príncipe secuestrando a una princesa, ¿qué espera? ¿Que desarrolle el síndrome de Estocolmo? – Bueno, ya está, me he hartado de tus interrupciones, a partir de ahora, vas a escucharme, y si vuelves a interrumpirme, seré yo quien te encadene a ti, ¿queda claro? – Ehm, si, claro, por supuesto. Continua, por favor. – Gracias.

Sin embargo, un día le sucedió algo que nunca hubiera podido imaginar. Fue secuestrada, pero no por un dragón, si no por un príncipe. Un príncipe bruto, torpe y cabezota contra el que su inteligencia no pudo hacer nada. Él la llevó a un castillo abandonado, y allí la encadenó, esperando que con el tiempo entrara en razón y consintiera en casarse con él. La princesa había probado todos los trucos que conocía para huir de allí, pero nada había funcionado. Hasta que un día, cuando ya estaba a punto de rendirse, una llamarada atravesó una de las ventanas del castillo, seguida por la criatura que la había provocado. Ella parpadeó rápidamente, creyéndose víctima de una alucinación, pero cuando una fuerte garra de dragón la liberó de sus ataduras y la llevó a un lugar más seguro, supo con certeza que aquello era real. Vio al dragón batirse con el príncipe, y temió por la vida de ambos, hasta que el dragón consiguió vencer y el príncipe ocupó el lugar que hasta hacía poco había ocupado la princesa, encadenado a la pared de su propio castillo. El dragón dejó que la princesa subiera a su espalda, y la llevó hasta su hogar, donde habló con ella, explicándole que llevaban tiempo observándola, observando cómo los había estudiado, y que necesitaban a alguien que velara por ellos, por su seguridad en el mundo de los humanos, porque dejaran de cazarlos y de tratarlos siempre como las malvadas criaturas de los cuentos que todos creían que eran. Y así fue como nuestra princesa se convirtió en la embajadora del reino de los dragones, aquellas criaturas a las que siempre había amado, así fue como su sueño se hizo realidad.

- Vaya, esperaba escuchar alguna queja sobre el final del cuento, pero veo que parece que te ha gustado. - ¿Gustarme? Me has dejado sin palabras, es uno de los mejores cuentos que he escuchado nunca. Gracias por dejarme escucharlo –