lunes, 24 de noviembre de 2014

Mi (des)perfecto plan



Era un caluroso 25 de julio de 1895; jamás olvidaría ese día, pues fue la fecha en que leyó, en grandes letras impresas en el periódico de la mañana, que el señor Bunkle había sido hallado muerto en el jardín de su casa.
¿Cómo? ¡Pero aquello no podía ser! Edward Bunkle no podía estar muerto, no podía ser su cadáver el que habían encontrado, ¡me negaba a creerlo! ¡Edward Bunkle era mío! ¡Mío! Llevaba meses planeando cómo matarlo, ¡y lo hubiera hecho mucho más elegantemente!  Desde luego no hubieran encontrado el cuerpo en el jardín de su casa, ¡eso estaba demasiado visto!
                Yo había planeado este asesinato con mucho cuidado:
Primero, tenía que conseguir un trabajo en uno de los restaurantes que el señor Bunkle frecuentaba, y ascender allí hasta llegar al puesto de camarero – ¡ya casi estaba, ayer mismo me dijeron que podría empezar la semana que viene! – y una vez asegurado ese puesto, sólo tenía que acceder a la copa del señor, y añadirle un veneno de mi propia invención (esta parte todavía la tenía que perfeccionar un poco, faltaba conseguir que el veneno durmiera lentamente a la víctima sin que explotara – y cruzo los dedos para que las manchas de entrañas de rata de la pared de la cocina desaparezcan antes de que el casero pase a cobrar el alquiler).
Todo esto tendría que hacerlo un miércoles, pues sabía que después de cenar en el restaurante el señor Bunkle siempre acudía a tomar una copa tranquilamente a su club. Yo había intentado por activa y por pasiva conseguir una membresía de ese club, y había apalabrado una que tenía que recoger la semana que viene, lo cual era perfecto ya que coincidía con la semana en la que iba a empezar a trabajar como camarero. Después, lo único que tendría que hacer sería entrar en el club, recorrerlo sigilosamente hasta llegar a la habitación privada del señor (en la que lo encontraría dormido gracias a mi veneno) y sacarlo de allí y llevarlo hasta el carruaje (que habría alquilado bajo un nombre falso, por supuesto) sin que nadie me viera.
Hasta aquí la parte sencilla.
Luego tenía que conseguir conducir al dormido señor Bunkle hasta mi casa de campo antes de que se le pasara el efecto del veneno, que idealmente debería ser de unas 5 horas (¿he hablado ya de mis pruebas con las ratas?) Bueno, la casa de campo realmente no es mía, es sólo que secuestré a su dueño y lo he tenido atado en el sótano desde entonces. Pero todos los fines de semana voy, le llevo algo de comer y le hago un poco de compañía – hasta creo que hemos llegado a hacernos buenos amigos – y después me paseo por el jardín y entablo algo de relación con los vecinos, que creen que le he comprado la casa a su anterior propietario. Pensaba dejar libre al anterior propietario una vez hubiese llevado a cabo mi plan, pero pensándolo mejor, los vecinos ya se han acostumbrado a mí y me gusta esta casa – bueno, no pasa nada, siempre he querido una mascota.
Una vez hubiésemos llegado a la casa de campo, yo tendría que volver a la ciudad a devolver el carruaje – ¡¿habéis visto lo que cobran por una hora de alquiler?! ¡Es una vergüenza! – y después regresar a la casa de campo en mi bicicleta. Había pensado dejar al señor Bunkle atado en el sótano con el antiguo dueño de la casa, para que tuviera alguien con quien hablar y no se sintiera muy solo mientras esperaba a que yo volviera (no soporto que nadie piense que soy una persona desconsiderada).
Así que solo tenía que devolver el carruaje, coger la bicicleta y pedalear lentamente hasta la casa de campo (solo hace unas semanas que monto en bicicleta y aún voy un poco inseguro, así que por si acaso lo mejor es ir despacio). Una vez hubiera llegado otra vez a la casa de campo, lo único que quedaba por hacer era subir otra vez al señor Bunkle a la planta principal – no quería que el antiguo dueño viera lo que estaba a punto de hacer y me tuviera miedo – y empezar con el asesinato propiamente dicho. Bueno, antes tenía que amordazarlo, no quería que mis nuevos vecinos oyesen sus gritos y viniesen a preguntar que pasaba.
Pero volvamos al asesinato: quería que el señor Bunkle sufriera, por lo menos un poquito, así que iba a cortarle los dedos en trocitos para luego dárselos de comer a los cerdos. Eso ya era lo bastante doloroso, así que después lo único que había que hacer era darle un golpe fuerte en la cabeza para ahorrarle más sufrimiento. El único problema es que me mareo cuando veo sangre – una vez me pinché con una aguja y me desperté en el hospital porque al desmayarme me había dado con la cabeza en la esquina de una mesa – y que no tenía cerdos a los que darles de comer los dedos del señor Bunkle. Podía pedirle prestados sus cerdos a uno de mis nuevos vecinos, pero la verdad es que no sabría cómo explicarle que solo quería darles un poco de comer sin que sospechara nada.  
¿Y luego? ¿Cómo iba a deshacerme del cadáver? Había intentado conseguir trabajo en el cementerio local, para así una noche simplemente poder depositar el cuerpo en una tumba abierta y taparlo, y al día siguiente tras el entierro nadie sospecharía que había dos muertos en aquella sepultura. Pero el enterrador me dijo que parecía demasiado entusiasmado para conseguir el trabajo, que ninguna persona mentalmente sana pediría un trabajo en un cementerio con una sonrisa de oreja a oreja, y menos aún cuando se trata una persona adinerada – lo amito, quizás presumí demasiado cuando llegué a mi nueva casa.
Pensándolo mejor, ya tenía mi casa de campo y un buen trabajo como camarero – ¡incluso podría conservar la membresía del club del señor Bunkle! –  cuando lo único que tenía antes de empezar con mi plan maestro era un piso enano alquilado en la capital (y ahora la cocina aún olía a entrañas de rata, ¡eurg!). Así que lo mejor debería buscar a quién ha matado al señor Bunkle y darle las gracias por ahorrarme el trabajo – aunque desde luego no me iría sin reprocharle la poca elegancia de su plan, el mío era simplemente perfecto.
Dos días después…
Encontrar al asesino no me resultó difícil, lo cual es una pena, porque yo llevaba meses leyendo las novelas de Sherlock Holmes y me hubiera gustado poder poner en práctica algo de lo que había aprendido con ellas. Me bastó con leer el artículo del periódico más a fondo.
Hablaban del arma – una escopeta de caza – y de las pistas que estaba siguiendo la policía – unas huellas que habían encontrado en la parte más embarrada del jardín. Sentí curiosidad por las huellas, y me acerqué a la escena para poder observarlas más de cerca (había pasado un día y ya no quedaba ningún policía por la zona). Me fijé en que las huellas del pie derecho eran más profundas que las del izquierdo, lo que solo podía significar una cosa: el asesino sufría de una cojera de la pierna izquierda. No creo que la policía se hubiese fijado en esto – el señor Holmes tiene toda la razón cuando dice que “la policía ve, pero no observa” – pero yo llevaba meses planeando el asesinato del señor Bunkle, y por eso conocía muy bien sus costumbres y a toda la gente de su entorno.
Solo había un cazador cojo que tuviera razones para matar a Edward Bunkle, y ahora está en la cárcel – a  lo mejor no fue buena idea darle la enhorabuena por haber logrado por fin matar a su padre a la vez que él abandonaba la comisaría tras una conversación de rutina con el inspector del caso – ¡oops!

martes, 5 de agosto de 2014

Las horas prohibidas



Para M y L, always

En la habitación aún están vivos los ecos de una intensa unión, no se escuchan voces, hace tiempo que Alex y Will no necesitan palabras, pero tienen otras formas de comunicarse. Una mano retira un mechón de pelo de su rostro, y Alex sonríe, mientras con su mano acaricia la mejilla de su acompañante. Saben que les queda poco tiempo, así que recogen las prendas de ropa que la pasión ha esparcido por todas las superficies de la alcoba, y vuelven a colocárselas como se colocan la máscara que tienen que llevar en público. En el exterior, son Alexander y William, dos hombres que han sido los mejores de los amigos desde su estancia en el internado. Aquí, cuando se cierra la puerta que los separa de los prejuicios y de la crueldad, son Alex y Will, dos enamorados que darían lo que fuera por poder pasar una única noche en los brazos del otro.
Han perfeccionado el arte de hablar sin necesidad de palabras, al fin y al cabo, las miradas son su única forma de comunicarse fuera de su pequeña burbuja, sus conversaciones en el mundo exterior forman parte de los personajes que tienen que interpretar.
Alexander tiene que volver a su estudio y a William lo esperan para una clase en la universidad. Una despedida, un pequeño choque de labios, y así, abandonan su refugio, el único lugar en el que permiten ser ellos mismos, y empiezan a contar los días y las horas que les quedan para poder volver a visitarlo.
Unos días después, una tarde, mientras Alexander da un paseo para tratar de librarse del olor a productos químicos y a pintura, se encuentra con su amigo William, que acompaña a su madre y a una prima lejana con la misma intención que la suya, la de despejarse. Cuando se saludan, lo único que ve cualquier espectador es a dos amigos que hace días que no se han visto, que hablan de quedar para echar un trago en la taberna en una fecha próxima, de no dejar pasar más días. Pero, si se acerca más, podrá fijarse en el extraño brillo de los ojos del pintor, en la mueca que disimula cada vez que William sonríe a su prima. A Alex se le apoderan los celos, pero ha practicado tanto su máscara, que nadie más que Will lo aprecia, y es que sabe leer a la perfección el rostro de su amante. Sabe que es la sonrisa de Alex la que ilumina sus días, y se imagina lo mucho que le dolería verle dirigírsela a una muchacha joven y atractiva. En ese momento, lo único que desearía es envolver a Alex en un abrazo protector, pero el lugar y la compañía se lo impiden. Le implora con los ojos, le pide que se reúnan esta noche; no estaba previsto, pero ya no puede esperar más, necesita sentir los brazos de su amante rodeándole, necesita escuchar las palabras susurradas, que sólo él tiene el privilegio de oír, necesita que Alex y él vuelvan a convertirse en uno.
Cuando se encuentran, en su pequeño refugio, Alex parece reticente a hablar, mientras se apoya sobre la puerta por la que han entrado con los brazos cruzados. Aún le duele la imagen de esta mañana, pero no sabe cómo expresarlo de forma que Will lo entienda y no le juzgue por ello. Pero Will tiene otras ideas y es él quién le soluciona el conflicto diciendo:
-          Ver la expresión de tus ojos esta mañana cuando me has visto con mi prima casi hace que te abrace allí mismo, delante de todo el mundo. No quiero verte sufrir así nunca, y menos aún ser yo el causante de este sufrimiento. Sabes que sólo tengo ojos para ti, ¿verdad? Cada vez que nos encontramos en un lugar lleno de gente, mi mirada te encuentra en cuestión de segundos, y soy incapaz de apartar la vista de ti. Dios, ¡cuánto desearía poder ignorar las estúpidas leyes de esta sociedad y pasear llevándote a ti del brazo!
Aunque no le ha dicho nada que no supiese ya, las palabras de Will hacen que el pulso de Alex se acelere, a la vez que algo cobra vida en su estómago y bate las alas. Por su parte, él siempre se ha expresado mejor con gestos que con palabras, así que toma delicadamente el rostro de su amante entre sus manos y lo atrae hacia sí, hasta que pueden respirar el mismo aire, hasta que sus labios se encuentran en un gesto desesperado que hace las veces de pregunta y de respuesta.
-          Verte así, con ella, ha sido como sentir que me clavaban una estaca de hielo en el corazón. No he podido dejar de imaginarme veinte escenarios, en los que me decías que ibas a hacer lo correcto y a casarte con ella; y en todos ellos yo acababa destrozado. Eres tan importante para mí, Will, que lo que más miedo me da en esta vida es perderte.
Esa noche, en la pequeña habitación, no se habla con el lenguaje de las palabras, si no con los labios y las manos. Las prendas de ropa vuelan en todas las direcciones posibles, lanzadas por dos amantes que no pueden esperar para sentir la piel del otro bajo sus dedos. Labios que se deslizan sobre labios, dientes que chocan desesperadamente, y todo lo que puede oírse en esa alcoba durante gran parte de una hora es la respiración entrecortada de sus habitantes.
Tras un último beso, cuando la necesidad de respirar les obliga a separarse, se quedan tan cerca el uno del otro como pueden, frente contra frente, perdiéndose en sus miradas, pero en esta ocasión es la temblorosa voz de Alex la que rompe el silencio:
-          Sé que nunca podré darte un anillo, nunca podremos caminar juntos a un altar, pero quiero que tú yo sepamos que el vínculo que compartimos es tan sagrado como el matrimonio, quiero que seas mío, igual que yo soy tuyo en cuerpo y alma. Ni siquiera la muerte podrá separarnos, pues lo único que hará será liberarnos para que podamos estar juntos sin preocuparnos por las sospechas o por las expectativas, seremos uno, para toda la eternidad. Si pudiera, gritaría con orgullo a todo aquel que quisiera escuchar que te he estrechado entre mis brazos, que he compartido la más secreta de las pasiones contigo, y que mi corazón, como el resto de mí, te pertenece.
Will, que se ha quedado sin palabras para responder a este discurso, observa cómo Alex se estira, retira algo del cajón de la mesilla de noche y se lo ofrece de forma reverencial. Toma ese algo en sus manos tan delicadamente como se le ha ofrecido, y observa ensimismado la pequeña caja envuelta en seda roja. Con manos temblorosas retira la envoltura y la abre, y de sus labios se escapa un sonido de sorpresa al ver su contenido. La única respuesta que encuentra es abrazar a Alex con todas sus fuerzas, hundiendo la cabeza en la unión de cuello y hombro con la esperanza de que este no vea sus lágrimas. Pero su amante, que tiene todos sus sentidos afinados a los suyos, las nota sobre su piel. Respetando el silencio, le devuelve el abrazo mientras su mano recorre suavemente su espalda, trazando dibujos que nunca llegarán a ser plasmados en un lienzo.   
Mientras tanto, olvidado por el momento en la pequeña caja, yace un hermoso reloj de bolsillo, fabricado en plata con un grabado único. Una serie sucesiva de lápices y pinceles dibujan una “W” perfectamente visible. Y, escondida, solo visible para quién esté esperándola, se encuentra una “A”, que se entrelaza con la “W”. No, Alex no podrá darle nunca un anillo, pero Will no lo necesita, no cuando puede lucir con orgullo esta perfecta representación de su unión durante el resto de sus días.
Para la sorpresa de Will, es Alex el que vuelve a romper el silencio:
-          Prométeme, que pase lo que pase, nunca dejarás de darle cuerda. Quiero que este reloj siempre esté aquí para marcar las horas prohibidas que pasamos juntos, que siempre esté en tus manos para que compruebes el tiempo que queda hasta que volvamos a vernos. Prométeme, que siempre serás mío.
Con un beso, y un susurrado “lo prometo”, los dos amantes se entregan completamente el uno al otro, para toda la eternidad, marcada por dos agujas en un pequeño reloj de bolsillo.