miércoles, 28 de mayo de 2008

Lágrimas De Sal

Por alguna extraña casualidad del destino, Rubén se encontraba allí de nuevo, frente a aquella playa. Aquella de la que llevaba once años tratando de huir, desde que habían encontrado a su padre ahogado el día de su cumpleaños. Aquel día decidió alejarse del agua para siempre, ya que le había quitado lo que él más quería, el amor de un padre, el único amor que había conocido hasta entonces, cuando tan sólo contaba con 18 años.

Desde pequeño, su padre siempre le había educado en el respeto, sobre todo el respeto hacia el agua y hacia todas las criaturas que vivían en ella, ya fueran tan grandes como una ballena o tan insignificantes como una pequeña almeja.

Él se ganaba la vida como pescador, y cada año pasaba la temporada de pesca en el mar, mientras el niño estaba en casa con su madre. Un día, cuando Rubén tenía dos años, su madre lo dejó en casa de sus abuelos y le abandonó, abandonando así también a su marido y la vida que hasta entonces había llevado.

Desde aquel día, cuando su padre no estaba pescando, se dedicaba a enseñarle a su hijo los entresijos del agua y, durante los meses que pasaba en el mar, Rubén vivía con sus abuelos, que le desvelaban los secretos de la tierra.

De este modo, cuando con doce años Rubén empezó a ir a la escuela secundaria ya conocía todo lo relacionado con la vida en la tierra y en el agua. Dado que parecía no necesitar más clases, los profesores permitieron que saliera a pescar con su padre, por lo que el resto de niños lo conocía como “el que vive en el mar”. Sus compañeros no eran demasiado amistosos con él, ya que parecía saberlo todo, y siempre le decían cosas crueles sobre su vida en el agua, llegando incluso a decirle que terminaría siendo devorado por alguno de los habitantes del mar a los que tanto veneraba.

A los dieciséis años superó con buena nota (aún a pesar de haber estado ayudando a su padre en todas las temporadas de pesca) la educación secundaria, e ingresó en uno de los centros de bachillerato más prestigioso de la zona, donde también consiguió una buena nota media. Superó así mismo la selectividad, siendo el mejor de su provincia y consiguió plazas para estudiar biología en tres universidades distintas.

Aquel día estaban celebrando su cumpleaños y su éxito como estudiante, con una fiesta por todo lo alto en la playa donde había pasado la mayor parte de su vida. Rubén, que había ido con sus abuelos a ver el regalo que le habían hecho (un imponente coche rojo), al volver a la fiesta se encontró con una desagradable sorpresa: su padre había desaparecido de ésta. De repente, uno de los vecinos llegó corriendo y balbuceando algo sobre un cuerpo que flotaba en el agua. Temiéndose lo peor, Rubén fue corriendo detrás de aquel hombre, y vio que su peor miedo se había cumplido, era su padre el que flotaba allí. Negándose a perder todavía la esperanza, nadó hacia el cuerpo sin vida de su padre, y trató de reanimarlo una vez habían regresado a la playa. Sin embargo, ni él ni los sanitarios de la ambulancia a la que sus abuelos habían llamado consiguieron hacerlo. De este modo, un día que debería haber sido completa alegría, se convirtió en el peor día de su joven vida.

Desde entonces, su mente no podía borrar la imagen de su padre, un experto nadador, ahogado en la playa. Según la autopsia, se había emborrachado, y caído al agua. Rubén se negó a creer esto, ya que su padre nunca había probado una gota de alcohol, y reclamó una segunda autopsia, pero sus quejas no fueron escuchadas por nadie, ni siquiera por sus abuelos, tan afligidos por haber perdido a su hijo que habían olvidado a su propio nieto.

Años más tarde, éste supo que mientras estaba fuera con sus abuelos, su padre había recibido una llamada del hospital de la zona, llamada en la que recibía la confirmación del diagnóstico que le habían aventurado días antes, aunque no había querido decirle nada a su hijo. Sus temores eran ciertos, tenía cáncer, y aún con quimioterapia, le quedaban, como máximo, cinco meses de vida, con intensos dolores. Él no quería hacer pasar a su hijo por eso, quería que se centrara en sus estudios, y decidió, en un acto de cobardía, hacer una locura. Sin pensárselo dos veces, bebió hasta emborracharse y se tiró al agua, al agua que había sido su cuna desde niño, y la cuna de su hijo. Por lo menos moriría en su elemento.

Pero Rubén todavía no sabía nada de esto, y culpó al agua de haberle arrebatado a su padre. Decidió alejarse del mar, de aquella playa, y aceptó estudiar en una Universidad del interior de la península. Así fue como su vida puso rumbo a Salamanca.

En aquella Universidad descubrió un nuevo mundo, y empezó una nueva vida. Allí a nadie le importaba el pasado de los demás, no se pedían explicaciones, y si alguna vez se las demandaban, las que Rubén daba eran escuetas.

Perdió prácticamente todo contacto con su pasado, únicamente mantenía un par de veces al mes una conversación con sus abuelos para decirles que todo iba bien. Trató de enterrar el resto en su memoria, lo más profundo que pudo, hasta que finalmente creyó haberlo olvidado. Sin embargo, lo que no podía olvidar era la relación tan especial que había mantenido con el agua y, pese a que había prometido alejarse de ella, le fue imposible cumplir su promesa, y pasaba todos los ratos libres de que disponía paseando junto a un río o un lago, muchas veces tratando de poner en orden sus ideas.

Fue en uno de estos paseos donde conoció a Carolina. La vio frente al lago, tan etérea que parecía irreal, pero se dio cuenta de que no era así cuando, absorto con su imagen, no se percató de que se estaba acercando y chocó contra ella. Entonces, todas sus ideas volvieron a desordenarse, y se ruborizó de tal forma que su cara adquirió el mismo color que un tomate maduro. Ante esta reacción, ella le preguntó si se encontraba bien, y él casi no pudo articular palabra. Se dio cuenta de que estaba empezando a marearse, y decidió sentarse en el suelo. Carolina se sentó junto a él, mirándole, y esperando a que se le pasara el aturdimiento y pudiera hablar.

Cuando Rubén por fin pudo recolocar sus ideas en el desorden en que se encontraban anteriormente, pudo mirarla y hablar sin miedo. Lo primero que salió de su boca fue una disculpa por el choque, y la pregunta de si estaba bien. Pero ella estaba más preocupada por el aturdimiento que él había sufrido, y así se lo hizo saber. La respuesta de Rubén fue que el aturdimiento no tenía nada que ver con ella, no con el choque, que ya venía así de fábrica. Ante esta broma Carolina no pudo más que sonreír, y tenderle su mano, presentándose. De esta forma, dos vidas completamente ajenas habían cruzado sus caminos, y, aún sin saberlo todavía, tendrían gran importancia en sus respectivos destinos.

Estuvieron un rato allí sentados, tratando de conocerse. Ella había vivido toda su vida en Salamanca, y estudiaba psicología, mientras que él había vivido toda su vida en la costa y estudiaba biología. Carolina sabía que le estaba ocultando algo, podía verlo en la expresión de sus ojos al nombrar la costa, pero no le dijo nada, él ya se lo contaría cuando estuviera preparado para hacerlo. Sin casi darse cuenta se les hizo de noche mientras hablaban, y Rubén insistió en invitar a Carolina a un café. Ella tenía muchísimas ganas de aceptar la invitación, pero tenía que irse a casa a cuidar de su hermano, ya que sus padres, ambos médicos, tenían turno de noche en el hospital.

De este modo, se despidieron, no sin antes intercambiar direcciones y números de teléfono. Carolina le prometió a Rubén que lo llamaría al día siguiente, y que recordaría la invitación que le había hecho.

Mientras volvía a casa aquella noche, Rubén casi no podía creer lo que había sucedido. Ese sentimiento tenía tal fuerza, que llegó a creer incluso que el encuentro había sido fruto de su imaginación. Sin embargo, la tarde siguiente recibió una llamada que le demostró que aquello había sido real, y, para terminar de creérselo, invitó a Carolina a un café esa misma tarde. Quedó en pasar por su facultad a buscarla a las seis, cuando ella terminara las clases. Así, pasó el resto del día con una sensación extraña en el estómago, y deseando que el tiempo pasara más deprisa, aunque, cuanto más lo deseaba, más despacio parecía que pasaba.

Sin embargo, el tiempo nunca se detiene, y por fin llegó la hora, aunque Rubén llevaba ya más de diez minutos esperando en la puerta de la facultad de psicología. Cuando vio aparecer a Carolina, fue como si su estómago diera un salto y toda la sangre de su cuerpo se localizase en su rostro. Pensó que se había ruborizado tanto que ella no le reconocería, pero no fue así, y, al verle, ella fue directa hacia él con una espléndida sonrisa en la cara.

Tras tomar un café en una pequeña taberna del centro de la ciudad, salieron a dar un paseo, y Carolina le enseñó a Rubén sus rincones favoritos de la ciudad, que pronto pasaron también a ser los de él. A su vez, él le enseñó a ella sus lugares favoritos, como el río y el lago en el que se habían encontrado por primera vez. Al despedirse, se miraron a los ojos, y ninguno de los dos supo refrenar el deseo de besarse, así que ambos se fundieron en un beso que se les antojó eterno, pero el cual hubieran deseado que no acabara nunca. De este modo, se despidieron, quedando en verse dentro de dos días, para hablar las cosas, aunque ya estaban bastante claras, se habían enamorado.

De este modo, comenzaron a salir, y siempre buscaban un hueco para verse, entre clases, por la tarde, los fines de semana… Pronto Rubén sintió que ella merecía saberlo todo sobre su pasado, y decidió sincerarse con Carolina, contándole su historia completa, el abandono de su madre, la muerte de su padre, la relación tan distante que mantenía ahora con sus abuelos… Se asombró de que ella lo escuchara tranquilamente y no le interrumpiera en ningún momento, y sintió una agradable sensación de desahogo, combinada con el sentimiento de que estaba hablando con la mujer de su vida, lo supo desde entonces. Sin embargo, aún habiéndole contado toda la historia, no fue capaz de derramar una sola lágrima, ni siquiera cuando le contó cómo había muerto su padre.

Así, una vez fueron completamente sinceros, su relación fue mucho más intensa, se querían con locura, y ambos sabían que iban a pasar el resto de su vida al lado del otro. Pasaron momentos duros mientras ambos estudiaban sus respectivas carreras, el estrés, los exámenes, el distanciamiento que supone no verse durante días,… pero fueron capaces de superarlo.

Cuando terminó la carrera, Carolina decidió buscar trabajo mientras elaboraba su tesis, y Rubén terminaba su último año de biología. Su búsqueda dio resultado y entró a trabajar como asesora psicológica en la propia universidad, lo cual le dejaba además bastante tiempo libre para dedicarlo a su tesis y a Rubén. Sin embargo, esto aún les empezaba a parecer poco a los dos, y decidieron pasar juntos el mayor tiempo posible, de modo que alquilaron un piso y se fueron a vivir juntos. Fue un gran cambió, y les costó acostumbrarse, pero en cuanto lo hicieron, fueron más felices de lo que nunca habían sido.

Carolina terminó su tesis, y Rubén empezó la suya, cuyo tema eran los animales acuáticos. Un día, Carolina llegó a casa con una carta en la mano, muy emocionada. Cuando él preguntó, le contó que le habían ofrecido trabajo como psicóloga en un hospital de la costa Norte, y que éste era justo el trabajo que ella siempre había soñado. Al ver la cara de Rubén, cayó en la cuenta de que el hospital del que venía la oferta era el hospital de la zona en la que él se había criado. Él, a su vez, cuando vio lo emocionada que estaba ella y lo mucho que deseaba aquel trabajo, supo que podría hacer por ella cualquier cosa, incluso volver a la playa de la que había decidido huir hacía tantos años.

Así que allí estaba, de nuevo, en aquella playa que se había llevado a su padre. Pero no era así, su padre se había ido sólo, el agua nunca había tenido ninguna culpa. Rubén había aprendido que por muchas dificultades que la vida te ponga delante, siempre hay que hacerles frente, y ser valiente. En ese momento, allí, fue capaz de llorar todo lo que no había llorado; y lloró entonces, lágrimas de sal.

jueves, 22 de mayo de 2008

Y llegó su hora...


Un escalofrío recorrió de repente todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Sentía frío, pero tenía calor. Era una sensación demasiado extraña para él. Deseaba que el tiempo pasara rápido, ya que aquello era una completa tortura.

Llevaba ya muchísimos años luchando por conseguirlo, pero, ¿podría hacerlo? Sus compañeros le habían abandonado, tratando de relajarse, pero él no podía si quiera intentarlo. Sabía que aquel era el día más importante de su vida, que no podría repetirse, pero no estaba seguro de poder soportarlo.

Dentro de su cuerpo, parecía que sus nervios estaban de fiesta, incluso le temblaban las manos. Sin embargo, confiaba en que no lo temblara la voz. No tenía miedo al escenario, no era la primera vez que se subía en uno. Lo había probado en los ensayos y en algún que otro pequeño concierto. Pero aquel era su primer concierto delante de un gran público. Se había asomado por detrás del telón, y había visto como la sala estaba a rebosar de gente, incluso había algún periodista preparado con su cámara de fotos. Sin embargo, aquello únicamente había servido para aumentar su estado de nerviosismo.

Sus compañeros ya empezaban también a agitarse. Habían salido de su retiro y estaban deseando saltar al escenario. Fueron ellos los primeros en salir, comenzando por el teclista. Allí quedó él, tras el telón, acompañado por su incesante angustia.

Todo cambió cuando empezaron a sonar los primeros acordes, su angustia desapareció, y él saltó al escenario, como si lo hiciera todos los días, arropado por el clamor del público, que estaba deseando escucharles y disfrutar del concierto.

sábado, 10 de mayo de 2008

La vida


Me preguntó hace tiempo un amigo a ver cómo valoraría yo la vida del 1 al 10, lo que me hizo empezar a pensar. La pregunta estaba planteada como si la vida fuera algo estático, como si fuese lo mismo para cada persona, algo que se nos ha dado y tenemos que tomar tal y como es.

Sin embargo, os propongo algo, haced la prueba, elegid a 5 personas al azar y preguntadles qué es para ellos la vida; seguramente, ninguno te responderá lo mismo.

Cuando me plantearon esa pregunta, yo me pregunté: ¿qué es la vida? Fue entonces cuando caí en la cuenta de la vida es algo que sí, se nos da, pero sin modelar, como un folio en blanco o un bloque de arcilla. Depende de nosotros darle color o forma. Cada decisión que tomamos, cada palabra que decimos, cada caricia o beso que damos son como una línea trazada en el folio en blanco.

Aunque os parezca una tontería, no somos nosotros los únicos que damos color a nuestra vida, sino que disponemos de ayuda. La pintan también nuestros amigos con cada gesto de amistad, o nuestros amores con cada caricia, cada mirada, cada beso…

Hay quien piensa que la vida nos moldea a nosotros, pero yo creo que no es así. Creo que, al mismo tiempo que nosotros crecemos y nos formamos como personas completamente responsables vamos coloreando la vida.

Los que leáis esto seguid coloreando ese folio, y no renuncies nunca al amor o a la amistad, pues una parte de ese folio quedará en blanco. No os rindáis nunca, seguid luchando hasta que los colores del folio no puedan distinguirse por separado.

Recordad siempre una cosa, “mañana empieza hoy”. No te desanimes nunca, no te rindas, pues “tus lágrimas no besan”. Si estás deprimido, vístete, sal a la calle y muéstrale al mundo tu sonrisa, ya verás como tu percepción de la realidad cambia, todo serán colores, nada de blanco, te lo prometo.

Yo espero que en mis últimos días ese folio tenga tal cantidad de colores que ninguno pueda verse por separado, todo se vería negro, lo que significaría que he vivido todo lo que he tenido que vivir. Así, cuando el esqueleto con la guadaña venga a buscarme usará como túnica el folio que yo he coloreado, si no: ¿por qué vestiría la muerte de negro?

domingo, 4 de mayo de 2008

Aquel día...

Aquel día pensó que moriría de amor. Él todavía no había contestado al mensaje que le había hecho llegar, y ella estaba empezando a impacientarse.
Pero todo había comenzado unos días atrás…


Solían quedar de vez en cuando, como hacen los amigos, para tomar algo, ir al cine… y poco a poco se había enamorado. Ella le amaba con toda su alma, y él a ella, lo sabía, pero tenían un problema. Él tenía novia, con la cual llevaba ya saliendo casi dos años, y temía hacerle daño.

Los dos seguían viéndose, casi a diario, y ella ponía buena cara delante suya, como si no le entristeciera el hecho de tener que esconder su amor. Sin embargo, la realidad era muy distinta. Ella quería anunciar a todo el mundo que se amaban, que deseaban estar juntos… Pero siempre estaba “la otra”, que le impedía hacerlo.

Cuanto más tiempo pasaba más difícil era esconder su amor, sobre todo cuando los veía a los dos juntos, y notaba en los ojos de él su sufrimiento por tener que decirle a su novia, amiga de ambos, que estaba enamorado de su mejor amiga e iba a dejarla por ella.

Aquel día ella se armó de valor y le hizo llegar el siguiente mensaje:
“Es normal que no me entiendas. Se necesita un requisito para entenderme: se tiene que estar enamorado. No puedes entender el dolor de que cuando te despidas de la persona a quien quieres, ésta se vaya con otra. De que cuando se te viene todo el amor de golpe, no puedas gritárselo al mundo, porque de ese amor sólo tienen idea esa persona y tú. Es como si no existiera. De que nadie luche por ti. De ser "la otra". De la soledad no deseada. De las dudas, de las preguntas en el aire. De obligarte a no tener sueños. De los límites de la vida y de nuestros límites.”


El resto de la historia estaba ahora en manos de él.