miércoles, 25 de noviembre de 2015

El Paseo



El ruido de la plaza era ensordecedor. En el frontón, los niños jugaban con una energía inagotable, mientras sus padres disfrutaban de la comida a la sombra de la iglesia. Su reloj marcó las tres, y él se alejó de aquel sonido, caminando por las calles desiertas, observando lo que quedaba de las casas abandonadas tanto tiempo atrás. Conocía cada una de las puertas y ventanas, cada esquina, y el sonido de sus pasos contra el empedrado le resultaba tan familiar como el de su respiración.
            En la calle Mayor su abuelo le había enseñado a montar en bicicleta, y allí se había caído con tan mala suerte que se rompió la muñeca. Así había empezado y terminado su carrera como ciclista.
            Un poco más allá, en el callejón, había un pequeño recoveco en el que había dado su primer beso. Ese verano había llegado una chica nueva, una chica de ciudad que había ido al pueblo de vacaciones. Aunque todos se habían encaprichado de ella, tan madura y sofisticada comparada con el resto, fue a él a quien eligió la noche antes de marcharse, a quien llevó a aquel rincón y fue de él de quien se rió después diciéndo lo torpe que había sido. Ella se marchó por la mañana y cuando volvió el verano siguiente, él ya tenía mucha más experiencia. Según decía su novia sus besos eran incomparables; aunque aquella chica de ciudad no tuvo la oportunidad de comprobarlo.
            Siguió caminando hasta llegar a lo que quedaba de la casa que había sido su hogar. Allí habían nacido su abuelo, su madre y él; y allí también habían fallecido los dos primeros. Aquellas paredes encerraban recuerdos de toda una vida: los primeros pasos, las primeras palabras, las primeras decepciones… Allí había llorado su madre cuando él le dijo que se marchaba del pueblo para trabajar en la ciudad. Le prometió que volvería todos los fines de semana, y que pasaría allí las vacaciones, pero los espacios entre las visitas se fueron alargando cada vez más.
            Arrepentido, pensaba en la suerte que había tenido de conocer tan bien a su familia, en todo lo que había aprendido de su abuelo y de su padres, y en la oportunidad que les había negado a sus hijos de hacer lo mismo. Ahora que él era abuelo, se daba cuenta de lo mucho que dolía tener una familia así, una familia a la que apenas veía. Ahora se daba cuenta de lo mucho que había sufrido su madre al quedarse sola en aquel lugar que poco a poco dejó de ser un hogar para convertirse en una casa.
            Pensó en la última vez que la había visto, en lo pequeña que parecía entre las sábanas. Él había querido llevarla al hospital, pero ella se negó, diciendo que aún pertenecía a la generación que nacía y moría en casa. Quería seguir allí, entre sus cosas, acompañada de lo que había conocido toda su vida. De modo que él se quedó con ella y vio cómo respiraba por última vez. Hasta ese momento no se había permitido llorar, y cuando quiso hacerlo, ya no pudo.
            Fue después, durante el entierro, mientras contemplaba cómo la tierra iba cubriendo el ataúd, cuando se prometió que no volvería a olvidarlos, que sus hijos y nietos crecerían conociendo el pueblo. Desde entonces, se llevaba a toda la familia allí al menos una vez al año. Comían todos juntos en la plaza, y luego los niños jugaban sin preocupación alguna en el frontón. Aunque hacía ya unos años que los papeles habían cambiado, y ahora era  su familia la que le llevaba a él.
Después de comer, desaparecía durante varias horas para recorrer el mismo camino una y otra vez. Él había sido el primero de muchos en marcharse, y tuvo que ver cómo las casas se iban abandonando, los tejados iban cediendo sin el mantenimiento necesario y cómo aquel pueblo que le había visto crecer se convertía en una gran ruina.
Ese año, su paseo tenía un aire diferente. Sus fuerzas se habían apagado poco a poco y algo le decía que sería la última vez que podría darlo. Dejó que sus pasos le llevaran más allá de lo acostumbrado, hasta el cementerio al que no había vuelto desde que enterró a su madre. Allí, lloró al ver que la hiedra tapaba los nombres de las lápidas, aquellos nombres que para él habían sido tan familiares como el suyo. Pero por encima de todo, lloró al darse cuenta de que el año siguiente, cuando él ya no estuviera, ya no los recordaría nadie.

2 comentarios:

Eingel dijo...

Si la familia sigue yendo una vez al año al pueblo a pasar el día... no estará todo perdido

Adolfo HG dijo...

Valla!, que triste y melancolico, he?

En cualquier caso me ha gustado ;-)