El
ruido de la plaza era ensordecedor. En el frontón, los niños jugaban con una
energía inagotable, mientras sus padres disfrutaban de la comida a la sombra de
la iglesia. Su reloj marcó las tres, y él se alejó de aquel sonido, caminando
por las calles desiertas, observando lo que quedaba de las casas abandonadas
tanto tiempo atrás. Conocía cada una de las puertas y ventanas, cada esquina, y
el sonido de sus pasos contra el empedrado le resultaba tan familiar como el de
su respiración.
En la calle Mayor su abuelo le había
enseñado a montar en bicicleta, y allí se había caído con tan mala suerte que
se rompió la muñeca. Así había empezado y terminado su carrera como ciclista.
Un poco más allá, en el callejón,
había un pequeño recoveco en el que había dado su primer beso. Ese verano había
llegado una chica nueva, una chica de ciudad que había ido al pueblo de
vacaciones. Aunque todos se habían encaprichado de ella, tan madura y
sofisticada comparada con el resto, fue a él a quien eligió la noche antes de
marcharse, a quien llevó a aquel rincón y fue de él de quien se rió después
diciéndo lo torpe que había sido. Ella se marchó por la mañana y cuando volvió el
verano siguiente, él ya tenía mucha más experiencia. Según decía su novia sus
besos eran incomparables; aunque aquella chica de ciudad no tuvo la oportunidad
de comprobarlo.
Siguió caminando hasta llegar a lo
que quedaba de la casa que había sido su hogar. Allí habían nacido su abuelo,
su madre y él; y allí también habían fallecido los dos primeros. Aquellas
paredes encerraban recuerdos de toda una vida: los primeros pasos, las primeras
palabras, las primeras decepciones… Allí había llorado su madre cuando él le dijo
que se marchaba del pueblo para trabajar en la ciudad. Le prometió que volvería
todos los fines de semana, y que pasaría allí las vacaciones, pero los espacios
entre las visitas se fueron alargando cada vez más.
Arrepentido, pensaba en la suerte
que había tenido de conocer tan bien a su familia, en todo lo que había
aprendido de su abuelo y de su padres, y en la oportunidad que les había negado
a sus hijos de hacer lo mismo. Ahora que él era abuelo, se daba cuenta de lo
mucho que dolía tener una familia así, una familia a la que apenas veía. Ahora
se daba cuenta de lo mucho que había sufrido su madre al quedarse sola en aquel
lugar que poco a poco dejó de ser un hogar para convertirse en una casa.
Pensó en la última vez que la había
visto, en lo pequeña que parecía entre las sábanas. Él había querido llevarla
al hospital, pero ella se negó, diciendo que aún pertenecía a la generación que
nacía y moría en casa. Quería seguir allí, entre sus cosas, acompañada de lo
que había conocido toda su vida. De modo que él se quedó con ella y vio cómo
respiraba por última vez. Hasta ese momento no se había permitido llorar, y
cuando quiso hacerlo, ya no pudo.
Fue después, durante el entierro,
mientras contemplaba cómo la tierra iba cubriendo el ataúd, cuando se prometió
que no volvería a olvidarlos, que sus hijos y nietos crecerían conociendo el
pueblo. Desde entonces, se llevaba a toda la familia allí al menos una vez al
año. Comían todos juntos en la plaza, y luego los niños jugaban sin
preocupación alguna en el frontón. Aunque hacía ya unos años que los papeles
habían cambiado, y ahora era su familia
la que le llevaba a él.
Después
de comer, desaparecía durante varias horas para recorrer el mismo camino una y
otra vez. Él había sido el primero de muchos en marcharse, y tuvo que ver cómo
las casas se iban abandonando, los tejados iban cediendo sin el mantenimiento
necesario y cómo aquel pueblo que le había visto crecer se convertía en una
gran ruina.
Ese
año, su paseo tenía un aire diferente. Sus fuerzas se habían apagado poco a
poco y algo le decía que sería la última vez que podría darlo. Dejó que sus
pasos le llevaran más allá de lo acostumbrado, hasta el cementerio al que no
había vuelto desde que enterró a su madre. Allí, lloró al ver que la hiedra
tapaba los nombres de las lápidas, aquellos nombres que para él habían sido tan
familiares como el suyo. Pero por encima de todo, lloró al darse cuenta de que
el año siguiente, cuando él ya no estuviera, ya no los recordaría nadie.
2 comentarios:
Si la familia sigue yendo una vez al año al pueblo a pasar el día... no estará todo perdido
Valla!, que triste y melancolico, he?
En cualquier caso me ha gustado ;-)
Publicar un comentario